Respeto a la memoriaLa esencia del espíritu jericoano: el respeto por la diferencia y la vocación por la unidad se resumen en el apellido Ojalvo

Imaginemos en 1913 una playa a sesenta kilómetros de Estambul, por los tiempos en los que esa ciudad turca aún se llamaba Constantinopla. La playa queda en Silivri, una pequeña población griega, y en ella un niño de tal vez cuatro años mira hacia el mar. Le gusta que el viento fresco agite su cabello y le acaricie el rostro. Se llama Roberto Ojalvo Zulam. Tiene dos hermanos hombres: Isaac y Mauricio, y una hermana...
Consejo de Redacción AdP3 años .48712 min

Imaginemos en 1913 una playa a sesenta kilómetros de Estambul, por los tiempos en los que esa ciudad turca aún se llamaba Constantinopla. La playa queda en Silivri, una pequeña población griega, y en ella un niño de tal vez cuatro años mira hacia el mar. Le gusta que el viento fresco agite su cabello y le acaricie el rostro. Se llama Roberto Ojalvo Zulam. Tiene dos hermanos hombres: Isaac y Mauricio, y una hermana preciosa: Oro. Ni él ni nadie se imaginan el extraordinario recorrido que habrá de hacer en los siguientes treinta años a lo largo de más de 11.000 kilómetros, hasta llegar a Jericó, en Colombia, y conocer al amor de su vida.

Sus padres han decidido trasladarse a Constantinopla, vivir en el barrio Balat y encontrarse allí con la Sefarad que añoran, de esa España que sus familiares más remotos dejaron siglos atrás, cuando Roberto aún no había nacido. Balat es el barrio de los judíos Sefarditas. Allí, aún hoy, se habla el castellano ladino. Para él estos fueron días felices.

La magia de Balat

Años más tarde, Roberto les hablaría a sus hijos de las escaleras que ascienden por las vías estrechas y empinadas de Balat, de los colores azules, verdes, amarillos y rojos de sus fachadas, de las viejas casonas de ladrillo cocido, de los pequeños cafetines con sus mesitas afuera, tocando el empedrado de las calles. Ellos, al conocer Balat, se estremecerían, a su vez, recordando a Jericó y empezarían a entender la fascinación de Roberto por su nuevo entorno.

El muchacho y sus hermanos quedaron huérfanos tempranamente, pues su padre murió en combate en la Primera Guerra Mundial y pocos años después murió su madre, quien había sido enfermera también en los campos de batalla.

Los niños se dispersan. Oro queda en un orfelinato regentado por una comunidad religiosa francesa, Isaac fue adoptado por una familia judía del lugar y Roberto y Mauricio se marchan con un tío que vive en La Habana, en Cuba. Nuestro personaje tenía tan solo doce años.

En labores de comerciante transita por México, regresa a Cuba, entra a Colombia por Barranquilla. A instancias de su tío, contrae un matrimonio judío en Bogotá con una joven a quien no conoce, en esa práctica ancestral de los judíos de realizar matrimonios para unir capitales. Poco tiempo después se divorcian en México. Regresa a Colombia, se instala en Bogotá, prospera, aprende, avanza.

 El amor imposible, en Jericó

Recién ha cumplido veintiocho años cuando decide viajar con su hermano a Medellín. Ya son comerciantes curtidos, importan gobelinos y bisutería de Francia, entre muchas otras mercancías. Entonces, deciden recorrer el departamento de Antioquia, para terminar fascinados con el suroeste del departamento y en particular con Jericó.

¿Qué hay allí, qué ven ellos? Un pueblo reposado y culto, conectado con Francia a través de las órdenes religiosas y sus enseñanzas, en donde las gentes leen libros clásicos, gustan de las artes y llevan una vida apacible y comunitaria. Hay colegios, iglesias católicas, un comercio activo, un sentido de la historia. Pero hay otro argumento vital para Roberto: ha encontrado allá los ojos y la sonrisa de Mariela Prieto Mesa, una jovencita ligada de manera profunda a la historia de Jericó, pues su abuela, doña Candelaria Santamaría de Arango, era sobrina de don Santiago Santamaría, el fundador. Fue amor a primera vista, pero un amor imposible.

Roberto cargaba con dos “pecados” aparentemente insalvables: era judío y frente al hecho de que en Colombia no existía el divorcio, era un hombre casado.

El espíritu jericoano

Aferrados a ese amor, empezaron un complejo recorrido por entre los médanos del derecho canónico para lograr en Roma una dispensa papal que les permitiera casarse. No fue una tarea fácil, pues el mundo se encontraba enfrascado en la Segunda Guerra Mundial, corría el año 42. Cuando finalmente el propio papa concede la dispensa se encuentran con la férrea oposición del entonces obispo de Jericó, que se niega a autorizar el matrimonio. Roberto no pierde el control ni la paciencia. Tramita con el Obispo de Medellín y el Tribunal Eclesiástico de esa ciudad el cumplimiento de la norma, y finalmente se casan en la Iglesia de San José, un 24 de junio del año 48, a las cuatro de la mañana, solo con la presencia de los novios y los padres de la novia, como lo ordenó el funcionario eclesiástico.

Regresaron a Jericó sin resentimientos, pese al trato que habían recibido, y desde allí constituyeron una familia extraordinaria. Todos los actos de Roberto destilan sabiduría, comprensión, sentido de la justicia, respeto por la diferencia, tolerancia. Una visión de la vida que era perfectamente compartida por sus suegros, pues mientras ella era de estirpe conservadora, él provenía de una familia profundamente liberal. Nunca objetaron la relación de su hija Mariela con Roberto. Este último, a su vez, jamás impuso sus creencias. Acordaron que ella educaría a sus hijos en la religión católica.

Tal vez lo que mejor sintetiza la lección de vida de Roberto y Mariela es el mausoleo construido por sus hijos en el cementerio de Jericó, en donde reposan los restos de la pareja. Él murió en 1989 y ella dieciocho años después, en el 2007. El mausoleo resalta los dos símbolos, juntos: la estrella de David de los judíos y la cruz de los católicos.

Unidad en la diferencia, tramitar respetuosamente los desacuerdos, privilegiar el respeto por sobre todas las cosas. Esa es la lección de los Ojalvo, cuya diversidad se proyecta en la vida de los ocho hijos de la pareja. Unos son practicantes, otros no. Uno de ellos se hizo sacerdote y llegó a ser vicario general de Bogotá. Todos ellos ejercen un voluntariado por su patria chica, tienen una activa participación en la cultura y hacen honor a las palabras mágicas con las que ellos mismos describen a sus coterráneos: serenidad y dignidad.

Foto tomada en Shabbat en la sinagoga de Balat, día en que los sepraron. De Izquierda a derecha: Mauricio, Roberto, Oro e Isaac
Roberto y Mauricio Ojalvo, viajaron a Cuba y 15 años más tarde llegaron a Colombia

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Esto es un homenaje a nuestros orígenes, un homenaje a esa Aldea del Piedras que crearon nuestros mayores, un homenaje a su coraje, su dedicación, su esfuerzo, su tesón, y su condición de visionarios.

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